miércoles, 19 de diciembre de 2012

Y mientras...


El mayor error fue creer que podía juzgarlos, que tenía la capacidad de decidir, y pensar que mi opinión era relevante.

Ahora tengo dudas, me encuentro sólo en este andén, cinco, cuatro minutos, el tiempo pasaba lentamente.

¿Por qué ahora? Se repetía en mi cabeza a la vez que me envolvía la insatisfacción de haber agotado todas las posibilidades, de no saber qué hacer. Sin dudarlo, lo peor era que también me cuestionaba a mí mismo, a la vez que trataba de comprenderlos.

Era como cuando subir al metro lo que más miedo me daba era meter el pie entre el andén y la vía por si se cerraba la puerta en ese momento. Sin embargo esta vez los que se habían quedado atrapados eran mis pensamientos.

Al sujetarme a la barra metálica entre otras cuatro manos sentí el frío de la soledad. Como esas noches en las que todo se hace más grande y sólo puedes dar vueltas en la cama.

Puede que el error estuviera precisamente en el planteamiento de mirar por los demás, ya que si te lo tomas en serio corres el riesgo de olvidarte de ti mismo. A lo que una posible solución podría ser implicarse en los demás desde el yo, para que con nuestras acciones la gente pueda entrar en resonancia con nosotros y compartir nuestras emociones.

Próxima estación… Tal había sido mi ensimismamiento que casi me paso de parada. Con la mirada perdida seguí una de las manos que sujetaban la barra. En ese momento se me hizo interesante la idea de ver a quién pertenecía sin conocer nada más: Era una mano esbelta y pequeña de mujer, las uñas no estaban pintadas, con una piel tersa y clara, en la que se abultaban las venas ligeramente por la compresión que hacía con los dedos al sujetarse.

Al levantar la cabeza, me percaté de los ojos azules, que con interés llevaban un rato observándome. La miré fijamente y nos mantuvimos así durante largos segundos. El tren empezó a aminorar la marcha mientras la gente se iba agrupando en la puerta. Con la inercia, nos juntamos, casi abrazados, tan cerca que se podía oler el perfume que llevaba. Por fin cuando el tren se detuvo del todo, involuntariamente nos rozamos las manos y nos sonreímos...
La puerta ya se había abierto del todo...

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