Ni mucho menos y a estas alturas se trataba de exigir el bien como una filosofía de vida. Sólo me conformaba con la ausencia del mal, de no dejarse llevar, de superar la desidia o de embriagarse del dulce aroma de lo correcto. Dicotomías que resultaban de la propia existencia y que consistían, sin tirar la primera piedra, en vestirse de albina humildad y arreglarse a uno mismo a través de los errores, para después reparar al resto.
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