Ella tumbada en la arena de la playa, sonreía, miraba al horizonte con la sonrisa de una niña. Su pelo se movía al son de la brisa marina, llevaba una camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados, tenía el pantalón remangado luciendo parte de su tímidamente bronceada pierna. En ese momento si alguien me hubiera preguntado quién es la mujer más bella del mundo, sin dudarlo la habría señalado.
Una ola emprendió el camino hacia el interior de la orilla casi acariciando su pie. Se dio cuenta, de que alguien la observaba, suspiró, quizás por que se arrepentía de lo que acababa de hacer. No te preocupes la dije, pues no me gustaba verla sufrir, -tan sólo mi intención era guiarla para que no se perdiera-, únicamente tienes que perdonarle.
Tras tantos años conviviendo, aunque muchas veces no me haga caso. Con frecuencia cuando las cosas no funcionan bien termina acordándose de mí. Esa al fin y al cabo es mi función, desanimada me dijo:
-¿y si no quiere saber nada de mí? mientras sus ojos se llenaban de esa pantalla de lágrimas que de un momento a otro va a desbordarse.
Una nueva ola me dio el tiempo necesario para hallar la respuesta:
-Mírale fíjamente a los ojos mientras te aproximas a él susurrando: entonces por lo menos déjame despedirte como es debido. Y bésale, pero inténsamente, como si fuera la última vez que coincidiérais en la faz de la Tierra. Dejando que todo eso que me contabas se transforme en la orquesta de sensaciones que enciendan las ascuas de lo que fue en su momento una ardiente, roja y brillante llama de amor.