Iluminados por el fuego de la
sala de máquinas. Perdidos en la cadena de producción de un mundo infectado por
la queja. Pendientes más de un like que de una sonrisa, de un whatsapp más que
de un susurro, de un selfie más que de un paisaje o de un tweet más que de un
abrazo.
Se oían voces diciendo que
estábamos a tiempo de abandonar, entre los recortes de humanidad que se sucedían para
cubrir estúpidas obligaciones.
¿Hacíamos lo que de verdad
habíamos querido? ¿Éramos libres?
El problema de estar muerto es que la gente no
te escucha, sobre todo, si las grandes preguntas se contestan con pequeñas
respuestas, y los grandes misterios se resuelven con simples acciones.
Puede que nuestro grado de
complejidad nos impida ver las soluciones, pero esa huida hacia delante estaba
a punto de terminar...