De vez en cuando, en el momento
que menos te lo esperas se enciende esa lámpara del salón que sólo se pone en
las ocasiones en las que hay una cena importante en casa. Puede que sea porque simplemente viene la familia, o porque acabas de subir un
escalón más de la madurez que nos da el aprendizaje con el tiempo.
Porque, por supuesto que podemos equivocarnos, de hecho nuestra existencia no sería posible sin el error. Incluso si algo nos caracteriza es nuestra capacidad de ser perfectamente imperfectos, y es precisamente cuando se activa el gen de la estupidez supina el momento en el que la pifiamos.
Por ejemplo... Esa fiesta que te
perdiste, la noche que no acompañaste a la chica que te gusta, el te quiero que
no dijiste, la persona con la que te equivocaste, el amigo que simplemente
descuidaste, el perdón que no pediste, ¿por qué?… La respuesta es fácil, porque
somos gilipollas, animales capaces de tropezar tantas veces con nuestras propias miserias como golpes podemos darnos en las rodillas con el mismo pico de la mesa.
Darse cuenta de eso hace que
empecemos a cambiar el significado del miedo, del no por respuesta y a
valorarnos por el reflejo de nosotros que producimos en los demás. Como dice un conocido proverbio, la riqueza
de las personas se mide en función de los amigos que tiene, pero no de esos
virtuales que hay ahora, si no de aquellos que sabes que pase lo que pase,
aunque estén en el otro confín del mundo están preocupados por ti y te quieren.
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